martes, 8 de diciembre de 2009

You put out and I recieve: Relatos en 20 palabras (Primera parte)

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El vestido se veía rojo fuego a la luz crepuscular. Ondeaba y se ceñía a sus piernas y volvía a volar. No había hay tiempo para pensar en la belleza de los colores y los sonidos, de los aromas y los atardeceres, pero la cabeza es libre y elige sus momentos… Notaba la tierra caliente y áspera incluso bajo las suelas de sus botas, enfriándose rápidamente donde ya no llegaba el sol. Ella giró sobre si misma agarrando el bajo de su falda, riendo, y su voz sonó como el piido de un colibrí, como un carámbano de hielo estrellando contra el suelo.
-Nos vamos- le dijo.
-Nos quedamos- respondió- Nos quedamos hasta que el sol se ponga tras la loma y un poco más aún, hasta que tengamos frío y nos tengamos que arrebujar bajo las mantas del coche. Nos quedamos.
-No podemos.
-¿No podemos?


¿Podíamos? Ya no notaba ninguna urgencia por seguir corriendo, sonámbulo. Se sentó en el suelo y se echó el sombrero hacia atrás, como había visto hacer a Robert Redford. Ella se sentó a su lado, los últimos rayos cayendo sobre su pelo ensortijado. -¿Sabes que me apetecería ahora? ¿Recuerdas esa mañana en la cocina de tu hermana, panecillos recién hechos untados en mascarpone, con la corteza crujiente y la miga caliente?
-Sí- la sonrío con ganas. La miró fijo, la piel tan blanca y fina, transparente en el pliegue de los codos. Era bonita y era suya y ya no quería correr más.
-Pamplinas, yo me comería un filete.
-Pero uno grande.
-Uno enorme.
-Un bisonte.
Se rieron. Se miraron a los ojos. Ahora sabían lo que harían. No tendrían que hablarlo más.
Él aparto la mirada, apretó la boca fuerte, no iba a llorar. - ¿Por qué te sigues mordiendo las uñas?
-Porque me da placer.
-Joder.


Hacía frío. Se levantó, repentinamente enfadado, y se acercó al coche. Abrió el maletero y saco las dos mantas de caballo. Puso una en el suelo y la arrebujo a ella con la otra.
-Huelen mal- con su voz de niña.
-Peor sabrán- la chinchó él.
Se tumbó a su lado, apoyado en un codo y mirando al valle. La loma lejana se recortaba ahora negra contra el fondo, a su izquierda las colinas sonrosadas, el cielo añil. La oscuridad traía el silencio sobre los campos y el río. El aire húmedo.
-Tal vez no llegue. Tal vez perdiera el rastro en el cruce de caminos, bajo el puente del ferrocarril. O en esa otra gasolinera. Su voz sonaba lejana y como un susurro al oído al mismo tiempo. No quería contestarla.


Intentó recordar la imagen, turbia ahora, del hombre. A sus espaldas, siempre tras ellos como una amenaza. Grande, alto, fuerte. ¿Cómo se llamaba? No recordaba su nombre, que curioso.
Un tipo enorme y desgarbado, con los dobladillos desgastados en el mono de trabajo. El pelo de tan rubio blanco y esa mandíbula cuadrada de nazi de película, un teutón como un armario. Con esa mandíbula se podrían partir nueces. Te levantas, te afeitas y vas para la fábrica, a partir nueces todo el día con la cara. Se río en voz alta y ella giró la cabeza muy seria, preciosa bajo el cielo aterciopelado. ¿Qué tenía que ver el teutón nazi, aquel gorila, con su niña?
-Tal vez preciosa, tal vez no nos encuentre- la mintió.
Apartó su sombrero a un lado. Su sombrero Robert Redford, de aspirante a héroe americano. De leyenda. Su sombrero absurdo. Y la abrazo en el valle, junto al río, bajo el cielo casi negro y estrellado, bajo las mantas calientes que olían a caballo sucio y que peor sabrían. Bajo la brisa fría que venía del oeste y que de un golpe levantó su sombrerito del suelo y se lo llevó.


Lo vio volar colina a bajo.



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