viernes, 25 de diciembre de 2009

Time is never time at all






Conduces de noche, sobre la última helada, sobre la última nieve, sobre la última lluvia, sobre el asfalto de tan nuevo negro y brillante como el mismo azabache. Las luces de las farolas ancianas se reflejan naranjas contra los diminutos cristales de hielo de todas las superficies metálicas, de las piket fences, y de las ramas. Los colores del mundo son negros, negro en diferentes tonos, brillos sepias y el amarillo de la linea discontinua. La ciudad está tan callada y silenciosa que no parece la urbe gigante y mostruosa que intentas llegar a abarcar. Las calles de cuatro carriles están vacias, como si en tu ausencia por fin un alma piadosa se hubiera arrancado, y una bomba H hubiera limpiado el mundo de escoria e inmundicia humana. La idea te gusta; juegas con ella durante un par de manzanas, luego recuerdas los perros del mundo y te entristeces, porque has bebido demasiado, estás borracha y eres muy tonta. Bajas la ventanilla eléctrica y conduces despacio para escuchar el estallido de la helada sobre la nieve bajo los neumáticos, como palomitas humedas. El aire es frío y limpio.


Es viernes noche y vuelves a casa de un concierto de Pearl Jam. Durante la segunda parte, cansada de estar de pie, con el atrevimiento que dan las cervezas y el pope, te has aupado hasta una esquina del escenario y has visto el concierto desde allí, con las piernas colgando sobre el público, sin que nadie te dijera nada. La música resonaba desde las tablas y a través de tu cuerpo, el pit ondeaba.

Y eres consciente, mientras conduces, de que vives una época estupenda, en la que la música vuelve a ser grande, que eres joven y eres libre, y viajas y caminas, y que aprendes, que cada día es realmente nuevo para ti. Enciendes la radio del coche y suena esto, subes el volumen bien alto y en las calles vacias, entre edificios de forja y ladrillo se escucha la voz de Bill Corgan. Todo está bien.

Tú crees.

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