domingo, 26 de mayo de 2013

El miedo de Ray




Si mi vida pudiera ser una perfecta consecución de momentos perfectos, sin obligaciones mundanas ni demás  zarandajas, se parecería a un viaje en tren sin destino a la caída del atardecer. En un infinito eterno, atemporal. Sin noches, sin amaneceres, interrumpido tan sólo por paradas en estaciones abrasadas bajo el sol, y por el subir y el apearse de los pasajeros, envueltos en ese aire fingidamente mundano con que a todos nos gusta cubrirnos cuando nos alejamos de casa, en realidad vigilantes de todo y de todos, bajo la superficie líquida, relajada, con la que nos disfrazamos.


Hacerme un regalo perfecto se parece mucho a invitarme a una reunión de trabajo a 500 kilómetros de casa, y enviarme, para tentarme, un billete de ida y vuelta en tren para el mismo día. Madrugo, llego a la estación y me acomodo en mi plaza;  mientras mis compañeros de vagón se preparan para trasladarse en el tiempo y en el espacio, yo desconecto los bornes emocionales y me embarco en una travesía sin sentimientos, ni finalidad conocida, sin  pensamiento ninguno que rompa el hechizo hasta llegar a destino. Todos ellos viajan en tren, sobre las vías, bajo el cielo, entre un punto del mapa ferroviario y otro punto distante, con un horario marcado y con una finalidad concreta. Yo viajo en una nave espacial, una Surlaco, una Nostromo, yo soy mi propia Nostromo, me trasmuto en una esponja de imágenes, sin necesidad de descanso, de bebida y de alimento. Siendo. Tan sólo siendo. Una existencia ideal (Walt Disney, cuánto tienes que aprender)


En mi tercer trasbordo del día, aprovecho los minutos antes de la salida del tren para fumar un último cigarrillo, mientras me afano con mi bolsa de viaje y mi fular-manta bajo el brazo en llegar a tiempo al andén. Al pie del tren, hay un hombre en vaqueros y americana, fumando, dando caladas con rapidez bajo el sol de Mayo. Me acerco, aún en mi particular universo paralelo, le pido fuego. Tras sus Ray Ban de pera me observa asustado como un cervatillo entre las ramas de un arbusto, abandonado, como un adolescente pillado haciendo algo prohibido. Busca su mechero, no lo encuentra y se azora. Empieza a darme pena el haberme acercado y el haberle molestado. Pobrecillo. Su cara tras las gafas, bajo la barba descuidada, empieza a despertar un recuerdo lejano en el fondo de mi cabeza, pero, ¡eh! estoy ocupada siendo mi propia Surlaco, caray. Encuentra el pequeño mechero Bic. Me da fuego. Huye inmediatamente y entra de un salto al tren por  la  clase preferente.


Fumo, viajo, olvido.


Al día siguiente, arrebujada bajo una manta en mi sofá, ya en mi casa, tiritando de  fiebre y  pagando el exceso de haber soñado 1.100 kilómetros en apenas 15 putas horas -como una resaca de Jack Daniel's, pero mucho más divertida-, entonces, y sólo entonces, por fin recuerdo. Ray Loriga. El cervatillo asustado, el adolescente azorado sorprendido por una nave espacial en pleno vuelo, una nave espacial que ha perdido el merchero, el cowboy engominado en vaqueros. El pasajero que huía. Ray Loriga. 


Ray Loriga tiene miedo. 


El vuelo de los estorninos y de los aviones, entre la bruma de los chemtrails, dan a la ciudad el aspecto de un atardecer de Agosto; en la costa. Tomo una decisión y me inclino, lentamente, a un camino sin excusas, en el que lo que viene fácilmente sea, por fin, lo importante, y lo importante no tenga ya más importancia. Si eres cauta y precavida, ¿por qué ignoras las señales que se cruzan en tu vía? 



Estás advertida.


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